Tendencias de vanguardia y libertad: vivan los gorrillas
Para ponerse al corriente del estado de la cultura realmente existente en una sociedad no hay que ir a los museos de arte moderno o a los centros de cultura contemporánea sino a los centros comerciales, a los hipermercados y a los lugares donde la gente se encuentre vivita y coleando y a su bola. El problema cultural más acuciante que se debatió en torno al Forum 2004 en sus primeros días fue si se permitía entrar bocadillos en el recinto; el Guggenheim vizcaíno es un lugar al que se va a probar qué tal restauración propone, y el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona ha hecho las delicias de la chiquillería hiphop por los espacios para el skateboard que ofrece en su explanada frontal. No es ninguna novedad para Barcelona: la gente popular de la ciudad recibió la llegada de las mieles del consumo a principios de los 60 devorando en masa los innovadores bocadillos de frankfurt que ofrecía la feria de muestras al lado de las nuevas tecnologías de maquinaria agrícola o los revolucionarios componentes electrónicos. Fue todo un avance civilizacional para la ciudad, en la que a mediados del siglo XIX uno de los pasatiempos favoritos era asistir por la tarde a las ejecuciones a garrote vil que se celebraban en lo que hoy es la plaza Folch i Torres, en las que cada familia llevaba sus sillas desde casa para sentarse a gusto y merendar mientras el desgraciado de turno estiraba la pata.
A mí, como persona precupada por las libertades personales y colectivas --creo firmemente en uno de los tabúes del progresismo socializante, el individualismo democrático-- la tendencia que más me interesa como muestra externa de libertad personal no la encuentro en el Tenta de El País ni en The Face sino en los parques de la periferia industrial de la ciudad. Por allí pululan manadas de jubilados que pasean bastón en mano con tanta parsimonia como decisión, encaminados hacia tareas que no logro adivinar. Yo les llamo los gorrillas, porque tanto bajo la lluvia como expuestos al sol suburbano suelen tocarse con gorras, sombreros o simples viserillas publicitarias. Cuando voy o vengo de trabajar en la tele, nada más cruzar el límite de la comarca del Baix Llobregat, me dedico a ir contándolos: "¡mira, otro gorrilla!"; los hay a decenas. Pero poca broma con ellos, que yo no me cachondeo; son la generación que con su trabajo convirtió los desestructurados barrizales de la periferia barcelonesa en ciudades en las que hoy vale la pena vivir. Lo hicieron a fuerza de trabajo e implicación en el movimiento obrero y ciudadano, de modo que ese señor que camina tranquilamente con una jaula con pájaro dentro al encuentro de otros amantes de la cría ornitológica o aquel otro caballero que rebusca en un zarzal por si puede hacerse con un manojo de espárragos silvestres bien pueden ser los héroes de mi juventud que se batían el cobre frente a la policía en las descomunales huelgas generales de finales de los 70. Hoy mismo sale en la contraportada de El País el señor José Calleja, de 71 años, superviviente de la matanza que las tropas franquistas hicieron entre la población civil que huía de su avance: 5.000 personas, en su mayoría mujeres y niños, caían asediados por la aviación alemana y ametrallados desde los montes. El señor Calleja, que formó parte de aquella comitiva siendo niño, viste en el homenaje que les rindió la Diputación de Málaga una cómoda rebeca de lana marrón, una camisa blanca con rayas finas, de cuello abierto, un holgado pantalón gris, una gorra abombada algo ladeada y un bastón de mango curvo colgado de su antebrazo derecho.
Pues qué quieren que les diga, la indumentaria que el señor Calleja llevaba en ese acto entrañable me parece el súmmum de las tendencias más libertarias y avanzadas en el vestir que hoy puedan producirse. Porque al señor Calleja y a todos los gorrillas del universo mundo se les canta un pimiento lo que nadie pueda pensar de ellos, y por eso, a su lado, Manu Chao es un pisaverde, y ustedes perdonen. Esa actitud de relajo zumbón que escuchamos en las musiquillas del gallego parisino o ahora mismo en el impensado éxito de Pastora no tienen nada que hacer ante la cultura del vive como quieras de un grupito de cuatro gorrillas que hoy mismo he visto justo al lado de la rotonda de Sant Boi, desayunando bocatas y ensaladas en un huertillo colindante con la carretera general.
Estando yo preocupado por la galanura con que los gorrillas hacen gala de su libertad cotidiana, vino en mi ayuda una vez más el nunca bien ponderado hipermercado. Yo ya me había convertido en habitual de un Lidl recientemente instalado cerca de casa, gracias a la calidad de sus verduras y yogures, pero la inauguración de un local de su competencia, Aldis, fue algo que prometía. Alguna innovación cultural nos aportarían entre los dos, algún avance civilizacional decisivo para nuestras vidas cotidianas. Que el lector hipercrítico se tiente: díganme qué otros avances en la liberación de la mujer en el siglo XX fueron más importantes que la lavadora automática y la píldora anticonceptiva.
Y la luz, una vez más, llegó del oriente hipercomercial. "Mira qué te traigo", me saluda hoy mi mujer mientras pongo la mesa para atacar un desayuno compuesto por bocadillo de tortilla de ajos tiernos con ensalada de rábanos y canónigos. Y me saca de la bolsa un par de conjuntos formados por pantalón corto y niqui, de cuello en punta como los polos que llevan los chavales que pueblan las terrazas nocturnas veraniegas, uno de rayitas horizontales azules y grises, muy ténues, y el otro azul oscuro, con una magnífica raya horizontal gris que cruza el vientre: pareceré un orondo osito panda en busca de bambú fresco. "Pues nada, ahora me pongo el niqui de rayitas para ir a trabajar", le digo. "¿Estás loco o qué? ¿No ves que son pijamas?". Coño, cómo que pijamas. "Pijamas de verano con pantalón corto; si te pones una de las camisetas para ir al curro se van a creer que te preparas para hacer la siesta en el despacho". O sea que esos atuendos tan frescos y cómodos son para ponérselos al ir a la cama, uno que duerme en pelotas haga frío o truene.
Al final, llegamos a un compromiso; usaré los pijamas como ropa cómoda para estar por casa, porque además de holgados son muy sufridos, por lo menos el azul, "y el clarito pronto te lo dejarás hecho una mierda, que cada día te echas tres o cuatro lamparones en la pechera". Joder, pues claro; la dieta mediterránea es incompatible con el vestir limpio, o sea que pronto veremos cómo las nuevas religiones de la alimentación y la relación social inventan un nuevo pecado. Pero los pijamas, aun por casa, son una delicia. Yo sigo convencido de que las cmisetas colarían como niquis deportivos, pero ni modo de que me dejen salir de casa con ellos. Pero me vengo adoptando cada vez más un look gorrilla cuando aún me queda la tira --¡ay!-- para la jubilación. Voy y me calo una gorra de pana que pillé en las rebajas de Zara, y me endoso un chaleco verde lleno de bolsillos que me sirven para ir metiendo todas las mierdas que voy encontrando por ahí. La camisa, una a cuadros que costó cindo euros en el mismo super, y unas bambas que cuestan menos de tres. Con mi camisa a cuadros y mi gorrilla ajustada al coco me siento el rey del mambo. Porque la democracia no es sólo división de poderes, multipartidismo y representatividad institucional, libertades democráticas y derecho a la disidencia. Democracia es poder ir por la calle sin saludar a nadie. El derecho al sufragio y a la libertad de expresión es inseparable del derecho a que nadie te pida cuenta de dónde vas y a dónde vienes. Las sociedades tradicionales que añoran nuestros wannabe --ese orden pulquérrimo del zen japonés, esas arcadias chamánicas de yanomamis o dogones-- son sitios donde cada uno lleva buena cuenta de qué hacen todos los demás y cómo. Yo, cuando tenía 19 años y vivía en el Turó de la Peira, los chavales me tiraban piedras porque llevaba un melenón por los hombros como Frank Zappa. Ahora, cada vez me parezco más a un gorrilla, y mañana mismo me pongo a tallarme un bastón de una vara que he pillado entre los desechos que la marea ha dejado en la playa de mi pueblo. ¡Viva la libertad!
A mí, como persona precupada por las libertades personales y colectivas --creo firmemente en uno de los tabúes del progresismo socializante, el individualismo democrático-- la tendencia que más me interesa como muestra externa de libertad personal no la encuentro en el Tenta de El País ni en The Face sino en los parques de la periferia industrial de la ciudad. Por allí pululan manadas de jubilados que pasean bastón en mano con tanta parsimonia como decisión, encaminados hacia tareas que no logro adivinar. Yo les llamo los gorrillas, porque tanto bajo la lluvia como expuestos al sol suburbano suelen tocarse con gorras, sombreros o simples viserillas publicitarias. Cuando voy o vengo de trabajar en la tele, nada más cruzar el límite de la comarca del Baix Llobregat, me dedico a ir contándolos: "¡mira, otro gorrilla!"; los hay a decenas. Pero poca broma con ellos, que yo no me cachondeo; son la generación que con su trabajo convirtió los desestructurados barrizales de la periferia barcelonesa en ciudades en las que hoy vale la pena vivir. Lo hicieron a fuerza de trabajo e implicación en el movimiento obrero y ciudadano, de modo que ese señor que camina tranquilamente con una jaula con pájaro dentro al encuentro de otros amantes de la cría ornitológica o aquel otro caballero que rebusca en un zarzal por si puede hacerse con un manojo de espárragos silvestres bien pueden ser los héroes de mi juventud que se batían el cobre frente a la policía en las descomunales huelgas generales de finales de los 70. Hoy mismo sale en la contraportada de El País el señor José Calleja, de 71 años, superviviente de la matanza que las tropas franquistas hicieron entre la población civil que huía de su avance: 5.000 personas, en su mayoría mujeres y niños, caían asediados por la aviación alemana y ametrallados desde los montes. El señor Calleja, que formó parte de aquella comitiva siendo niño, viste en el homenaje que les rindió la Diputación de Málaga una cómoda rebeca de lana marrón, una camisa blanca con rayas finas, de cuello abierto, un holgado pantalón gris, una gorra abombada algo ladeada y un bastón de mango curvo colgado de su antebrazo derecho.
Pues qué quieren que les diga, la indumentaria que el señor Calleja llevaba en ese acto entrañable me parece el súmmum de las tendencias más libertarias y avanzadas en el vestir que hoy puedan producirse. Porque al señor Calleja y a todos los gorrillas del universo mundo se les canta un pimiento lo que nadie pueda pensar de ellos, y por eso, a su lado, Manu Chao es un pisaverde, y ustedes perdonen. Esa actitud de relajo zumbón que escuchamos en las musiquillas del gallego parisino o ahora mismo en el impensado éxito de Pastora no tienen nada que hacer ante la cultura del vive como quieras de un grupito de cuatro gorrillas que hoy mismo he visto justo al lado de la rotonda de Sant Boi, desayunando bocatas y ensaladas en un huertillo colindante con la carretera general.
Estando yo preocupado por la galanura con que los gorrillas hacen gala de su libertad cotidiana, vino en mi ayuda una vez más el nunca bien ponderado hipermercado. Yo ya me había convertido en habitual de un Lidl recientemente instalado cerca de casa, gracias a la calidad de sus verduras y yogures, pero la inauguración de un local de su competencia, Aldis, fue algo que prometía. Alguna innovación cultural nos aportarían entre los dos, algún avance civilizacional decisivo para nuestras vidas cotidianas. Que el lector hipercrítico se tiente: díganme qué otros avances en la liberación de la mujer en el siglo XX fueron más importantes que la lavadora automática y la píldora anticonceptiva.
Y la luz, una vez más, llegó del oriente hipercomercial. "Mira qué te traigo", me saluda hoy mi mujer mientras pongo la mesa para atacar un desayuno compuesto por bocadillo de tortilla de ajos tiernos con ensalada de rábanos y canónigos. Y me saca de la bolsa un par de conjuntos formados por pantalón corto y niqui, de cuello en punta como los polos que llevan los chavales que pueblan las terrazas nocturnas veraniegas, uno de rayitas horizontales azules y grises, muy ténues, y el otro azul oscuro, con una magnífica raya horizontal gris que cruza el vientre: pareceré un orondo osito panda en busca de bambú fresco. "Pues nada, ahora me pongo el niqui de rayitas para ir a trabajar", le digo. "¿Estás loco o qué? ¿No ves que son pijamas?". Coño, cómo que pijamas. "Pijamas de verano con pantalón corto; si te pones una de las camisetas para ir al curro se van a creer que te preparas para hacer la siesta en el despacho". O sea que esos atuendos tan frescos y cómodos son para ponérselos al ir a la cama, uno que duerme en pelotas haga frío o truene.
Al final, llegamos a un compromiso; usaré los pijamas como ropa cómoda para estar por casa, porque además de holgados son muy sufridos, por lo menos el azul, "y el clarito pronto te lo dejarás hecho una mierda, que cada día te echas tres o cuatro lamparones en la pechera". Joder, pues claro; la dieta mediterránea es incompatible con el vestir limpio, o sea que pronto veremos cómo las nuevas religiones de la alimentación y la relación social inventan un nuevo pecado. Pero los pijamas, aun por casa, son una delicia. Yo sigo convencido de que las cmisetas colarían como niquis deportivos, pero ni modo de que me dejen salir de casa con ellos. Pero me vengo adoptando cada vez más un look gorrilla cuando aún me queda la tira --¡ay!-- para la jubilación. Voy y me calo una gorra de pana que pillé en las rebajas de Zara, y me endoso un chaleco verde lleno de bolsillos que me sirven para ir metiendo todas las mierdas que voy encontrando por ahí. La camisa, una a cuadros que costó cindo euros en el mismo super, y unas bambas que cuestan menos de tres. Con mi camisa a cuadros y mi gorrilla ajustada al coco me siento el rey del mambo. Porque la democracia no es sólo división de poderes, multipartidismo y representatividad institucional, libertades democráticas y derecho a la disidencia. Democracia es poder ir por la calle sin saludar a nadie. El derecho al sufragio y a la libertad de expresión es inseparable del derecho a que nadie te pida cuenta de dónde vas y a dónde vienes. Las sociedades tradicionales que añoran nuestros wannabe --ese orden pulquérrimo del zen japonés, esas arcadias chamánicas de yanomamis o dogones-- son sitios donde cada uno lleva buena cuenta de qué hacen todos los demás y cómo. Yo, cuando tenía 19 años y vivía en el Turó de la Peira, los chavales me tiraban piedras porque llevaba un melenón por los hombros como Frank Zappa. Ahora, cada vez me parezco más a un gorrilla, y mañana mismo me pongo a tallarme un bastón de una vara que he pillado entre los desechos que la marea ha dejado en la playa de mi pueblo. ¡Viva la libertad!
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