La metáfora del camino y el caminar aplicada a los indivíduos, grupos y colectivos humanos es tan antigua como la humanidad. El núcleo central de la concepción del mundo y de la vida que tenemos los occidentales se basa en ella: el libro del Exodo es nuestro verdadero mito fundacional. La salida de Egipto y el camino hacia la Tierra Prometida son la matriz donde se fraguó un modo de vivir que considera que el mundo debe pro-gresar, es decir, salir y marchar hacia adelante; que el tiempo existe y que es una línea trazada por una flecha en el espacio; que lo deseable se encuentra más allá, y que esa ultraidad debe llegar a ser escatológica para devenir última.
La religión occidental es una religión histórica y de la historia. No encontramos en ella magníficos mitos en forma de cosmologías, epopeyas y fantásticos escenarios cósmicos precisamente porque el gran mito omniabarcante es el mito de la historia. Ser es devenir, convertirse en, llegar a ser. Marchar, tender, arribar, alcanzar. Nuestra tecnología es una consecuencia directa de nuestra religión: una tecnología que se resume en vencer los límites del espacio y el tiempo.
Lo que Moisés ató, otro judío, Einstein, hubo de desatarlo: el tiempo y el espacio son dos versiones de una misma realidad, un escenario desplegado para que pueda manifestarse el juego cósmico de la transmutación de la energía en materia y viceversa (y ambas en conciencia-mente). Pero ahora y aquí es el camino quien nos llama. Navegar por la mar incógnita hasta descubrir un nuevo mundo, explorar nuevas tierras donde se crían extraños frutos y los hombres conversan con los pájaros, o simplemente transcurrir por prados o páramos dejando que el paisaje familiar se deslice a nuestro derredor y bajo los pies. Nos vemos a nosotros mismos siempre en tránsito porque sabemos que la vida es devenir. Y en ese devenir aspiramos a ser nosotros quienes dirijamos nuestros pasos, nosotros y no otros, y hacia donde nosotros deseamos, y viviendo nuestra propia humanidad en el discurso. El mito del camino implica el mito de la libertad, Espartaco añade su voz a la de Moisés y la pascua --pésaj en hebreo, pasaje, cambio, transformación-- es anuncio de liberación. Entre Moisés y Einstein, Jesús y Marx.
Hagamos un alto en el texto a modo de aviso a navegantes. En este hablar de caminos y caminantes, de ese camino que todos seguimos y con el cual identificamos nuestro vivir algunos lectores faltos de imaginación hallarán consideraciones que creen propias de los libros de autoayuda: qué ordinariez; ¿qué libro no lo es? Todo lector aspira a su autodeterminación intelectual como consecuencia de su autodeterminación vital. La idea de la libertad se basa en la capacidad del hombre para ayudarse a sí mismo. Una de las grandes revoluciones intelectuales y espirituales de la modernidad, la Reforma, se basó, entre otras cosas, en la propuesta de que el pueblo leyera la Sagrada Escritura por sí mismo y en su propia lengua. Cada vez que algún enterado reniega de la autoayuda pega una coz en los huesos de Gutenberg.
O de Machado. Caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Antonio Machado no sólo fue un gran poeta, un hombre bueno, un patriota ejemplar, un antifascista y una víctima de la guerra provocada por la rebelión de los generales traidores contra la República Española. Era uno de los más genuínos representantes de la tradición masónica universal y, como tal, partidario de la autodeterminación individual y del libre pensamiento, luchador por la libertad y creyente en la necesidad de prosperidad material y espiritual para que el hombre pueda ser. A todos nos toca íntimamente el verso alusivos a ese camino por su leve y profunda mención a su cualidad arquetípica. (Tan poderoso es el arquetipo que incluso esa palabra ha llegado a tocar el corazón de hombres de buena voluntad, propuesta como título de un libro por un enemigo de la libertad).
El talón de Aquiles del proyecto ilustrado
La idea de progreso, basada en la interiorización del mito del camino y el caminante por generaciones, ha hallado su mejor expresión en la Ilustración, el proyecto de una sociedad libre, instruída y capaz de hallar la felicidad individual y colectiva basada en la libertad, la igualdad y la fraternidad. Los pilares de la revolución democrática sustentada en la idea ilustrada eran, por una parte, la división de poderes --legislativo, ejecutivo, judicial--, el sufragio universal, las libertades individuales y la prevalencia del derecho sobre el privilegio. El sistema democrático tiene implicaciones harto profundas, pero todas ellas se basan en algo tan simple --para nosotros-- como la instrucción. Para poder elegir a sus representantes, el pueblo debe conocer sus propuestas; para poder contrastarlas, es necesaria la libertad de expresión y de prensa; para que pueda optarse por la mejor opción de progreso, sus expectativas deben estar validadas por ciertas constataciones objetivas, es decir, fruto de la experimentación científica. Los más aptos son, en esta sociedad, los más instruídos. La democracia es una meritocracia en régimen de libertades sustentada en la instrucción.
Hasta la aparición de tamaña propuesta revolucionaria, inédita en la historia de la humanidad (la democracia ateniense fue una aventajada organización práctica de la élite de una sociedad esclavista, racista y belicista) la instrucción y la educación se llevaba a cabo, en el seno del pueblo, dentro de la familia. Los niños asimilaban las habilidades paternas en la vida familiar para desarrollarlas a su vez más tarde; el ámbito de la reproducción era idéntico al de la producción. Se desarrolla el oficio familiar, y si no, uno es un perdido... o un comerciante (que busca su fortuna en los caminos). La ilustración pretende dotar de igualdad de oportunidades a los ciudadanos, y por ello instituye la escuela pública y obligatoria, puesto que en la instrucción universal se basa el proyecto de universalismo intelectual ilustrado y su materialización en la sociedad democrática de masas.
Con la escisión entre aprendizaje familiar e instrucción escolarizada nace la moderna sociedad industrial de masas. Y con ella, la progresiva autonomía de los dominios sucesivos de quienes, modelados en la antigua sociedad, reclaman sus respectivas autoridades tutelares del concepto de paternidad: padre es el sacerdote, y al dueño de la fábrica se le llama patrón, y patronal a la clase dominante. Patricios son sus representantes, y sus dependientes, proletarios. Se intenta simular todavía la antigua unión familiar cuando la división de la sociedad en clases sociales apunta hacia la lucha irreconciliable de estas.
Pero, en el transcurso de la formación por aprendizaje a la educación por escolarización, algo se queda en el camino. Y ese algo llega a constituirse, una vez tenemos hoy suficiente perspectiva para apreciarlo, en cierto elemento que ahonda la escisión que hubo que pagar como precio para la libertad.
Una escisión y un camino sin vuelta atrás
El proyecto ilustrado concebió la educación como instrucción. No previó la necesidad de una escuela de vida para los ciudadanos de la nueva sociedad que debía aventurarse en la libertad. Tal escuela de vida se daba, antes, en la propia familia, en la liturgia del transcurrir del tiempo propia de la sociedad teocrática, en el adoctrinamiento religioso, en la sucesión de etapas y estados de vida previsibles. En realidad, no existia otra escuela de vida que la que se desprendía del ajustarse cada cual a su estado y condición. El automatismo de la sociedad total (¿totalitaria?) proveía todo lo necesario. Véase hoy como los enemigos de la libertad, integristas tanto pretendidamente musulmanes como cristianos, critican la modernidad en tanto que esta rechaza una sujeción semejante como principio democrático radical.
Pero la escuela pública, la universidad, el conjunto de instituciones y oportunidades de aprendizaje dispuestos por la ciencia no bastaban ni bastan para que el ser humano pueda seguir su camino en una sociedad llamada a una complejidad de alcance tan enorme que no basta con el mero aprendizaje de habilidades y competencias. Ciertamente, la educación científica es partera de una nueva mentalidad con la que el hombre se convierte en ciudadano de un mundo más grande, por insospechado, y más pequeño a la vez, a causa de las tecnologías dominadoras del espacio (tecnologia de transporte) y del tiempo (tecnología de comunicación). El nuevo mundo ha nacido de una gran escisión, y tal división entre el viejo mundo donde hay un sitio para cada cosa, y cada cosa debe estar en su sitio ha dejado una marca de fuego en nuestra alma.
El resultado de tal marca ha sido una verdadera desestructuración simbólica del hombre contemporáneo. Tal desestructuración no es menor que la de los pueblos indígenas alienados de su tradición ancestral al irrumpir en su medio las nuevas realidades coloniales. De la herida/escisión abierta entre la teoría del proyecto ilustrado y la realidad humana de la vida tal como es surge, nada más y nada menos, que el arte y la cultura contemporáneos.
La reacción romántica hace surgir nuevos movimientos: artísticos. musicales, poéticos, políticos. El Frankenstein de Mary Shelley es el hijo natural que nace directamente de esa escisión: el sueño de la razón produce monstruos. Y monstruosa es la potencia vital que no se ajusta a lo previsto por el paradigma ilustrado. Aun en nuestro tiempo, quienes nos identificamos con formas antiautoritarias y creativas de vivir, ser y estar somos llamados freakies... y nos gusta.
¿Somos postrománticos los que miramos al futuro con una manera de mirar desengañada de las grandes ideas y palabras de los siglos XIX y XX? En todo caso, unos postrománticos que no renunciamos a lo prometido por la revolución ilustrada: un mundo habitable, cognoscible, mejorable, más prósperamente justo. Si el paradigma sociopolítico actual más en boga es el ecologismo, tal idea es ilustrada en grado sumo: la ecología pretende nada menos que poner orden en el mundo, un orden armónicamente justo entre la naturaleza, la humanidad y los animales; es una propuesta de abordar holísticamente el conjunto de seres animados e inanimados que existen en el planeta, con el planeta mismo. La hipótesis Gaia es el no va más del espíritu ilustrado en lo que este supone de acceso cognoscible y ordenamiento razonable de un cosmos.
Diálogo entre Machado y Jesús
Caminante, no hay camino
se hace camino al andar
y al volver la vista atrás
se ve la senda
que nunca se volverá a pisar.
Caminante, no hay camino,
sólo huellas en el mar.
El famoso poema de Antonio Machado pertenece a esa poesía sublime que trasciende lo literario y alcanza las cumbres de la más alta inspiración espiritual. Lo espiritual no es lo que nos sugiere mundos intangibles o metafísicos: es netamente espiritual aquello que nos habla de la vida. De la vida tal como es, sin aditamentos extraños ni engaño alguno. Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la iluminación?, pregunta el discípulo zen. Y el maestro responde: Anda y no mientas nunca más, ni a tí mismo ni a los demás. La trilogía kantiana de lo bueno, lo verdadero y lo bello debe brillar por encima de cualquier obra artística que pretenda referirse a la vida tal como es (nótese que el vértice de lo verdadero permite incluir en ello lo que es fruto del sufrimiento, el dolor y el horror, consustanciales a la condición vital). La metáfora del camino alcanza, en Machado, la cima de lo que el humanismo puede concebir.
La visión del camino según Machado es, ya en su tiempo, enormemente actual. Ese camino que no existe, esas huellas en el mar, aluden a esta concepción líquida de las realidades, tan cara al pensamiento postmoderno. El adogmatismo del poeta --masón y por tanto adogmático, no lo olvidemos-- se sintetiza en este poema con esa concepción de la impermanencia de la realidad, en esa senda que nunca se volverá a pisar: ahí hablan Heráclito y Buddha al unísono. Y es, finalmente, una apostilla, el recordatorio, ante la idea dogmática del camino que preside los dos siglos anteriores, de que no hay caminos prefijados, ni siquiera obligatorios (El último camino se tituló la autobiografía de Dolores Ibárruri la Pasionaria, en las antípodas conceptuales del camino machadiano).
No, no podemos avanzar ni crecer al margen de nuestros mitos. En plena liquidez postmoderna conviene repensar y reformular nuestras raíces míticas y civilizacionales, so pena de dar vueltas en círculo o de padecer la condena de Sísifo (Sísif y el seu temps, se tituló la autobiografía de Víctor Alba). Hay que escribir los versos machadianos y pegarlos en el puesto de trabajo o el espejo del baño. Quizá hagamos descubrimientos inquietantes, como el que ahora me llega. Aquel caminar sobre las aguas del Tiberíades con el que Jesús de Nazaret se mostró a los hombres, ¿no era una magnífica lección de vida, más que una performance milagrera? ¿Esa liquidez bajo Sus pies en su caminar, no se ve ahora como toda una profecía? ¿No mostró claramente que tal modo de vivir estaba al alcance de los hombres comunes y corrientes... a condición de vivir sin miedo? Qué conmoción causa ver aquel episodio del Evangelio casi olvidado en el fragor actual. Inquieta ver al mismísimo Jesucristo (maestro de ángeles y de hombres, recordémoslo) en aquel momento tan temprano y fundacional mostrando la correcta manera de vivir en camino. Eso sí es un verdadero milagro.